Historia de las historias
Narrar para superar los cuarenta días en el desierto, para resolver el enigma, para despertar a los durmientes, para ser parte de la danza cósmica. Tres articulos publicados en L'Unità, Septiembre-Octubre 2002
1. Breckenridge y el continuum (Wu Ming 1)
Serendipia: cualidad de estar dispuesto a encontrar lo que no se estaba buscando, a valorar correctamente lo imprevisto.
Noel Breckenridge III°, hombre de negocios del siglo XX, todo familia y Wall Street, amistades instrumentales y relaciones vacuas, hace tiempo que se está cansado de la vida y se pregunta qué sentido tiene su presencia en la Tierra.
Una tarde, en casa de unos amigos, Breckenridge conoce a un famoso antropólogo, que le habla de la importancia de los mitos: los mitos hacen que todo sea posible, transforman el pasado y el futuro en presente, ofrecen "un barrunto de eternidad", como decía Michelet de la revolución francesa. Durante la cena, Breckenridge es presa de violentas alucinaciones, ve un desierto, cuatro figuras encapuchadas," El antropólogo cita a Franz Boas, estudioso de las culturas nativas americanas: "Parecería que los mundos mitológicos han sido construidos para volver a ser hechos pedazos, y que con estos fragmentos se están construyendo nuevos mundos".
Algún tiempo después, Breckenridge se dirige a Israel en un viaje de trabajo. La angustia ha alcanzado su cima: a veces las alucinaciones lo llevan a un país prehistórico, a veces despierta en la posthistoria, "en el año dos millardos, zap!, un poco más allá de todo el continuo".
Zap!
Breckenridge despierta en un desierto desconocido. Intuye que se encuentra en un futuro remoto, o más bien, un futuro anterior, en el que todo parece haber sucedido ya: guerras totales, catástrofes, conjunciones astrales, extinciones y renacimientos de civilizaciones, nuevas catástrofes, mutaciones de la especie humana (que no recuerda nada de sus propios orígenes). El año dos millardos. La representación de la vida como "condición sin sentido".
Encuentra una expedición de cuatro arqueólogos, que parecen moverse al azar y que no saben qué están buscando. Breckenridge, el hombre que viene del alba de los tiempos, se une a ellos y asume el papel de fabulador, de aedo. Cada tarde, alrededor del fuego, trata de hacer renacer los mitos clásicos, de hacer significativa la vida por medio de la narración, pero domina la entropía, los recuerdos son confusos, las historias se mezclan y los personajes se superponen: Edipo es hijo de Eurídice y la ama en vez de Orfeo, la mata y huye de la Tierra de los ladrones alzando el vuelo con un par de alas de cera, pero vuela demasiado alto y termina como Ícaro. También la leyenda de Fausto y la de Prometeo se confunden más allá de toda comprensibilidad.
Los compañeros de viaje no saben qué pensar; además discuten sobre las interpretaciones, replican al narrador: ""una masa de fragmentos que fluctúan al azar" Veo la apariencia de un mito, pero no la verdad interior" Ningún drama, ninguna intensidad, tan sólo un bosquejo denudo de acontecimientos. Te he oído contar cosas mejores otras tardes: Sheherazade y los Cuarenta Gigantes, Don Quijote y la Fuente de la Eterna Juventud..."
Después de cuarenta días en el desierto (experiencia iniciática presente en mitos de distintas culturas), la expedición llega a las puertas de una ciudad de dimensiones descomunales, megalópolis antiquísima -aunque menos antigua que el tiempo del que procede Breckenridge- que parecería abandonada de no ser por algunas sombras y figuras que se vislumbran en la lejanía.
Gradualmente, los pocos habitantes de la ciudad encuentran valor para acercarse y confraternizar. Un nuevo público para las historias de Breckenridge. Un día, los cinco descubren en los subterráneos de la ciudad millones de hombres y mujeres en estado de hibernación, encerrados dentro de vainas tecnológicas, a la espera de ser despertados por causas inescrutables. Los pocos que han quedado despiertos son los guardianes de los "muertos" y de las máquinas. El suicidio de una civilización. El mismo nihilismo de Breckenridge, que anhelaba pasar por encima del tiempo para superar el mal de vivir.
Frente a una condición que refleja la suya como en un enorme espejo deformante, Breckenridge intuye en qué dirección debe moverse para resolver el enigma (de la vida, de la ciudad, del relato del que es protagonista): producir una explosión de historias, narrar como nunca se había hecho antes, evocar las historias, traerlas a la luz, "extraer la vida de la muerte". Durante días Breckenridge narra, narra, narra: la historia de Sansón y Odiseo, los orígenes de la humanidad, el Judío Errante, la Edad de Oro y la de Hierro, la Edad de Uranio, cómo el hombre conoció "las aguas y los vientos y las estaciones y los meses y el día y la noche", y en fin, como nació el arte:
"De un agujero negro en el espacio manó un torrente de pura fuerza vital. Muchos hombres y muchas mujeres trataron de capturar el flujo, pero fueron reducidos a cenizas por su intensidad. Al final, sin embargo, un hombre descubrió un modo. Se adentró en él hasta que dejó de ver por completo e hizo que un perro fiel lo acompañara hasta el lugar en el que el torrente de energía bajaba del cielo. Entonces la fuerza vital entró en él y lo llenó y, en lugar de destruirlo, lo poseyó y lo devolvió a la vida. Pero la fuerza lo desbordó, rebosando, y el único modo de resolver el asunto fue producir relatos y esculturas y canciones, porque de no ser así la fuerza lo habría devorado y lo habría anegado. Su nombre era Gilgamesh y fue el primer artista de la humanidad". (Las cursivas son mías)
Los mitos siguen siendo sincréticos, pero ya no son confusos. Breckenridge reencuentra e significado y la función de los mitos: permitir al individuo y a la humanidad atravesar la pérdida del sentido, hacia la catarsis que dará inicio a un nuevo ciclo. Es la "unidad nuclear" del mito descrita por Joseph Campbell en su "El héroe de mil rostros" (1946), basado en la palingenesia (el "nacimiento continuo") y en el esquema "separación del mundo, penetración en cualquier forma de poder y retorno que aporta vida", al que sigue un "triunfo de alcance histórico y universal". El héroe responde a una llamada, se mueve en un paisaje simbólico y arquetípico, atraviesa lo ignoto (el desierto, el reino de la noche, el vientre de la ballena), supera pruebas que representan la necesidad de "morir para el mundo", desprenderse de las formas que ya conoce, afrontar una "no-existencia" metafórica (el agujero excavado en sí mismo) que hace posible la acción creadora. La última prueba es la apoteosis, umbral de otra dimensión. Llevando consigo el don del acceso a un nuevo tiempo, el héroe volverá a su comunidad. Apoteosis: a través de una galería, Breckenridge llega a la sala de control del sistema de hibernación. Mientras trata de entender cómo puede despertar a los durmientes, un gigantesco escorpión lo atrapa y le pregunta cuál es su objetivo. Breckenridge responde que ha llegado el momento de despertar a los durmientes y le pregunta al escorpión cuál es la última prueba que debe superar: ¿una prueba de fuerza? ¿una corvée? ¿un enigma que resolver? El escorpión le pide a Breckenridge que resuelva... el enigma que la esfinge le planteó a Edipo. Breckenridge recuerda la respuesta y resuelve el enigma. El escorpión lo deja marchar, Breckenridge acciona los mandos y resucita a toda una civilización. Cuando los despertados se reúnen a su alrededor para escuchar sus relatos, él concluye: "Día tras día, el simple hacho de estar vivo, de ser parte de todas las cosas, de ser parte de la danza cósmica de la vida, ése es el significado, la razón de ser".
Retorno: Breckenridge despierta en el aeropuerto JFK de Nueva York, dispuesto a cambiar de vida.
Ser serendipios, conquistar la actitud que te hace alegrarte de las desviaciones, de los trabajos en curso, del bloqueo de los caminos principales, porque la experiencia de abandonar la carretera y recorrer otros senderos te hará encontrar algo nuevo. Sin esta actitud, no se puede comprender cómo una vieja revista de ciencia-ficción encontrada en un banco puede contener y revelar la historia de las historias, hacernos comprender qué narraciones necesitamos.
Breckenridge y el continuo es un relato de Robert Silverberg escrito en 1973 y publicado en 1978 en un número de Robot.
Entre los objetivos de esta revista estaba el de romper la barrera que separaba science-fiction y cultura de izquierda, empresa a la que se dedicaban distintos grupos, entre los cuales se encontraba "Una ambigua utopía". En aquella época muchos compañeros consideraban la ciencia-ficción (y toda la "paraliteratura") algo reaccionario o, en el mejor de los casos, "poco serio". De ese modo, se mantenían alejados de un patrimonio formidable de imaginación a la vez subversiva y constituyente. La publicación de la short story de Silverberg suena entonces como una fiera declaración de intenciones.
En medio ha estado el cyberpunk y todo lo demás, hemos ganado terreno, la batalla sigue en curso y las dificultades de entonces corren el riesgo de reproducirse ahora a un nivel más alto. Cuando los nuevos movimientos hablan de "mitos" y de "mitopoiesis" [creación de mitos] no pretenden, como muchos parecen creer, proponer una versión "izquierdista" del pensamiento reaccionario y "sapiencial", que ve en el mito (en singular) la narración estática de un tiempo que está por encima del nuestro, tiempo de un orden ancestral, "puro", "auténtico", que nuestra civilización habría abandonado y cuyas imágenes debería redescubrir (evitando modificarlas) para de ellas extraer lecciones unívocas. Para la derecha cultural (de Eliade a Guenon), el mito es una dimensión en la que todo ha sido ya narrado.
Por el contrario, nosotros creemos que los mitos (en plural) son narraciones dinámicas y espurias, relatos que nos permiten superar la cuadragésima noche en lo ignoto (el desierto, las fases de incertidumbre en el conflicto social). La mitopoiesis consiste en la manipulación de los mitos; "romperlos en pedazos" y reconstruirlos, para extraer de ellos la conciencia de la entropía, sin renunciar a la razón (como en la utilización instrumental del material mitológico por parte del nazismo) ni a la emoción (es decir, limitándose a analizarlos). El enfoque preciso sólo podemos encontrarlo al narrar. Por eso, todos somos Breckenridge.
2. Homo fabulans (Wu Ming 2 y Wu Ming 4)
Todo individuo singular, toda comunidad humana compleja tiene una necesidad irrenunciable de contar historias y de escucharlas contar. Quien quiera refutar esta afirmación se meterá en seguida en problemas, porque esa necesidad es parte integrante de nuestra concepción del ser humano y de la comunidad: sería inútil tratar de imaginar un cerebro de Homo sapiens que no albergase distintos tipos de historias y tal vez no tendríamos nada semejante a lo que solemos considerar un cerebro humano si nuestros antepasados no se hubieran dedicado a narrar y a re-producir fábulas e leyendas. Las historias, a la vez que la manualidad, han plasmado nuestro órgano pensante tal y como lo conocemos, y lo mismo puede decirse para las grandes agregaciones de individuos.
Centenares de mitos antiquísimos de pueblos distintos y lejanos han narrado, a su manera, esta verdad, describiendo la creación del mundo como acto narrativo de un dios poeta que, a través del relato, ha dado vida a todo el universo. Del mismo modo, los famosos cantos de los aborígenes australianos describen y mantienen la vida del mundo, que dejaría de existir si se dejara de cantarlos, mientras que el individuo no podría atravesar con serenidad la muerte si olvidase los cantos que lo protegen y le permiten volver atrás, al lugar donde está enterrada su alma.
Observando la cuestión desde otro ángulo, sin embargo, se podría decir que son las mismas historias las que tienen necesidad de ser contadas. Si se deja de contarlas, de hecho, de imprimirlas, de leerlas, las historias amenazan con extinguirse. Y en cambio, parecen seguir un instinto propio y cierto, una fuerza vital que las empuja a exceder siempre los vínculos impuestos, como si no aceptasen los límites naturales de un solo hábitat (sea éste orgánico o inorgánico, como un libro). Desde el punto de vista de las historias, de hecho, los seres humanos son sólo un hábitat muy favorable para que la especie se mantenga viva. Las historias necesitan de una comunidad que las transmita, de mentes en las que reproducirse, de un terreno de cultivo que las permita evolucionar.
Tal vez también por eso, llegados a los últimos años de vida, muchos ancianos sienten la necesidad de narrar vivencias antiguas o dolorosas: las historias les urgen desde dentro y luchan por no morir. No es casual que las más de las veces, un viejo que cuenta una historia elija un auditorio más joven que él, para entregar la historia a mentes/individuos dotados de buena memoria, energía, tiempo y relaciones sociales.
El lugar más anhelado, la Tierra Prometida que todas las historias quieren alcanzar, es el cerebro humano. La competencia es grande, puesto que nuestro cerebro es el único lugar en el que una historia puede en última instancia nutrirse, crecer, reproducirse, realizando así muchas de sus principales tareas, comunes a otras formas de vida: leones, petunias o secuencias de ADN. Por suerte, nuestra mente no es, al mismo tiempo, el único ambiente en el que una historia puede vivir. Existen soportes más duraderos, donde pueden descansar, casi en letargo, a la espera de alcanzar un paraíso reproductivo: libros de papel, cintas magnéticas, discos compactos, circuitos impresos. A su vez, estos receptáculos de historias sirven de trampolín para contactar con la mayor cantidad de cerebros posible. Pero no es fácil: un libro puede terminar sepultado en una biblioteca y no ser nunca más reimpreso, mientras se extinguen los cerebros que lo habían leído, y lo mismo puede suceder con los otros soportes, sin contar con su inevitable deterioro. Por eso las historias no se fían sólo de este tipo de vehículos: tratan de liofilizarse, de condensarse lo más posible para hacer su filo mucho más afilado y peligroso. Las lápidas esparcidas en los centros históricos de las ciudades europeas aluden a centenares de historias, a menudo conocidas, otras veces escondidas quién sabe dónde. Lo mismo sucede con los nombres de ciertas calles. La calle Cientrescientos es ya una promesa. Lo mismo sucede con el símbolo @ de las direcciones de e-mail, que gracias a la curiosidad de Giorgio Stabile ha podido contar su historia, desde los antiguos mercaderes venecianos hasta los ingenieros americanos. A su vez, toda historia transporta otras miles, en la forma de alusiones, personajes secundarios, precuelas y secuelas potenciales, excedencias congénitas, juegos de aplazamiento. Y muchas otras estratagemas afiladas por la evolución, para afrontar un ambiente hostil y competitivo.
Según Richard Dawkins, autor de El gen egoísta, aplicar a las historias (y, más en general, a las ideas) la teoría de la evolución no sirve sólo como analogía descriptiva, sino que nos hace capaces de explicar su comportamiento.
Cualquier evolución, ya sea biológica o cultural, presenta tres aspectos:
- Variación, es decir, muchos sujetos diferentes que pueblan un ambiente.
- Herencia; los sujetos son capaces de reproducirse, de crear muchas réplicas de sí mismos.
- Adaptación; el ambiente circundante, interactuando con las características de los sujetos, influye en el número.
Es indudable que este modelo puede aplicarse a la situación antes descrita. Pero como sucede a menudo, las consecuencias de una teoría son muy importantes para la aceptación de la teoría misma. Describir las historias como formas de vida, dotadas de algún modo de su propia autonomía y guiadas por el principio evolucionista de la lucha por la supervivencia de la especie, puede resultar fascinante, pero significa estar dispuestos a varias renuncias.
Ante todo, el Autor, el genio creativo, el artista en contacto con dimensiones superiores del ser, caro a la visión romántica burguesa, resulta muy redimensionado. El narrador no es análogo a aquel dios que da vida al mundo a través de sus historias, mas bien aparece como un cómodo vehículo a través del cual la "biblioteca" de una comunidad trata de replicarse a sí misma. Quien asume la tarea de contar historias es un "reductor creativo de complejidad". Como Elias Lönnrot, el compositor del Kalevala, la gran saga épica de los finlandeses.
Este Homero contemporáneo, en la primera mitad del siglo XIX, recogió y registró de la viva voz de los cantores una gran masa de relatos épicos, para rescribirlos, reestructurarlos, realizar un trabajo de poda y ensamblaje, inventarse pasajes de empalme y dar vida a un poema unitario de extraordinaria belleza, comportándose más o menos como los mismos runoia, que a menudo trataban de poner en orden los cantos que conocían, entretejiéndolos y reelaborándolos continuamente, puesto que como toda forma de vida, también las historias, al replicarse, se modifican sin pausa. Por otra parte, Lönnrot hizo algo que ninguno de los runoia habría sabido hacer: tenía la lengua escrita, que muchos de éstos no conocían, para hacer que determinadas historias no precisaran confiar su supervivencia a los cerebros de hombres a menudo demasiado ancianos, y además se sirvió de sus estudios de folclore y de su conocimiento de otros poemas épicos para guiar la selección, para obtener una amalgama que pudiese infectar las mentes de los lectores contemporáneos, gente nacida y crecida en la ciudad, lejana de las estepas de los cantores. Hizo un trabajo precioso, inestimable, importantísimo para la comunidad y seguramente creativo. Su importancia como narrador no resulta en modo alguno alterada por el hecho de que las historias que contó no hubieran "salido", por vez primera, de su cerebro.
El 28 de febrero, día de la primera publicación del Kalevala, es fiesta nacional en Finlandia.
La segunda renuncia es la de imponer a las historias un vínculo de propiedad exclusiva. Las historias son de todos. Pertenecen a la colectividad, y es gracias a los cerebros de muchas personas como pueden mantenerse sanas y eficientes en su reproducción. El que se apropia de una historia y quiere tenerla sólo para sí, comete un robo. El narrador que vive de su trabajo no lo hace vendiendo historias que son suyas, sino contando historias que son también suyas, a través de representaciones o gracias a objetos particulares, los libros, que se venden como cualquier otro producto. El contenido de la narración, en cambio, sólo puede ser restituido a la comunidad, que debe poder servirse de él libremente.
Por último, las historias tienen necesidad de circular y replicarse por todos lo medios posibles. Cualquier medida destinada a limitarlas en este aspecto es un atentado contra la evolución de la cultura y por tanto, puesto que la comunidad y los individuos tienen, a su vez, necesidad de historias, se trata de un auténtico crimen contra la humanidad.
Esta acusación es extrema sólo en apariencia. Bien mirada, la idea de propiedad privada intelectual, pertenece a un periodo absolutamente breve y reciente de la historia y cada día que pasa aparece más como un intento de limitar y reducir una de las actividades humanas más naturales, colectivas e irrenunciables: la de contar el mundo a través de historias.
3. La excedencia (Wu Ming 3 y Wu Ming 2)
El camino hasta ahora recorrido acerca de las historias, de la fascinación que nos hacen experimentar a su necesidad biológica, nos obliga a evidenciar el carácter excedente, infinitamente reproductible, incontenible y capaz de describir trayectorias vertiginosas, fuera de cualquier predecibilidad, en el espacio-tiempo.
Describamos una entre millones.
Un libro controvertido y perseguido, maldito y de dudosa y plural atribución, un "best-seller" prohibido (en el sentido estricto del término, miles de copias, traducciones a muchas lenguas), aparecido en los años 40 del siglo XVI: El Beneficio de Cristo.
En los años que siguieron a su aparición, este texto, atribuido por algunos a un fraile dominico, Benedetto Fontanini de Mantua, fue centro de sucesos increíbles, antes y después de su inclusión en el Índice publicado en 1549 por la renovada Inquisición, dirigida por el cardenal Gianpietro Carafa, futuro papa Pablo IV. Y sin embargo, en el plano teológico, no contiene nada de relevante o escabroso.
Libro que pasa de mano en mano, ilustres y vulgares, de artesano y de intelectual; raro y peligroso como la mordedura de una serpiente: veneno de efecto súbito y letal.
¿Libro de frontera, puente de diálogo entre católicos y reformados o cebo lanzado por mentes astutísimas y conspirativas al centro de los conflictos político-religiosos de la época? No importa responder ahora. Lo que hace falta es seguir la parábola. Después de los fastos y desventuras de la Inquisición, que lo convierten en el libro "negro" y herético por antonomasia, El Beneficio de Cristo en pocas décadas cae en el abismo, primero en la circulación, clandestina y cada vez más rara, después en la memoria colectiva y religiosa (salvo en la blindada de los archivos vaticanos), para reemerger algunos siglos más tarde, en las discusiones doctrinales y teológicas de pastores e intelectuales protestantes.
Es este hilo, tenue y ambiguo, el que llega a dos historiadores e investigadores -y ya estamos en los años 70 del siglo XX-, Adriano Prosperi y Carlo Ginzburg, que hacen de El Beneficio de Cristo el objeto de un seminario abierto de investigación con sus propios alumnos y de una publicación, Juegos de paciencia (Einaudi 1975). Aquel ensayo presenta todas las características de un thriller histórico-teológico agrupadas alrededor de aquella ya perdida publicación. Los autores lo hacen con el rigor de los historiadores y sin tomarse ninguna licencia, pero con una pasión y un tono que abren desgarrones sobre sucesos apasionantes y figuras, personajes sólo aparentemente secundarios, desconocidos que sin embargo atraviesan de manera extraña y crucial acontecimientos de dimensión histórica.
Por último, y estamos ya en casa, El Beneficio de Cristo y las complejas tramas que giran a su alrededor se convierten en uno de los arquitrabes narrativos de una novela, Q (Einaudi 1999), firmada por un colectivo de escritores con el pseudónimo abierto de Luther Blissett. La novela es un éxito comercial y de crítica, es traducida en muchos países y en algunos casos reabre y reenciende el debate ya sea histórico o teológico sobre aquellas cuestiones. A través de un texto de difusión de "masas", El Beneficio de Cristo vuelve a ser un libro "popular". ¿Singular o no?
¿Dónde, cuándo y bajo qué cáscara se producirán las futuras "emersiones"?
Esta excedencia, la naturaleza desbordante de las historias, el rebosar continuo del conocimiento en cursos y arroyuelos sucesivos e impredecibles, nos empuja a refutar el desengañado y cínico adagio: "todo está ya contado".
Nunca ha estado todo contado. Y si fuera verdad, todo podría ser contado de nuevo, desde otras perspectivas, iluminando ángulos oscuros, desarrollando nuevas conexiones.
Pero tal vez podamos comprender la razón por la que algunos albergan sospechas y desconfianza hacia las historias y su modalidad de transmisión, hasta apresurarse a declarar su fin. Es el trazo irreductible y fieramente antieconómico que el ADN reproductivo de las historias conserva. O mejor, su aludir a otro sistema de relaciones, capaz de dar valor a lo que es infinitamente reproducible, basado en el don, la gratuidad, el compartir, la cooperación. Porque de historias, como hemos visto, nuca hay penuria, ni carestía o recesión. Además, escapan a todo criterio contable de la partida doble: el que "recibe" las historias es sin duda más rico, pero el que las "cede"-narra no es de hecho más pobre. Al contrario.
Hoy, sin embargo, vivimos en la época del monólogo incesante de la economía como único motor y performador de la realidad y de las relaciones en el interior de la especie humana. Y el fundamento conceptual y práctico, el pilar discursivo que sostiene la economía, patrona incontestada de nuestras vidas, es el concepto de Escasez.
La Economía es, por definición de manual, el gobierno de los bienes y de los recursos escasos.
Es fácil entender entonces porqué la economía, y su discurso, y sus incesantes cantores, no aman el exceso. Antes bien, lo combaten. Y con éxito.
En poco más de un siglo, para hacer efectivo su propio dominio, el famoso "primado de la economía", ha logrado convertir en escasos, y por lo tanto apetecibles de cara a obtener beneficios, casi todos los recursos del planeta. Somos la primera generación de la historia de la humanidad que ratifica que en nuestro ecosistema no hay aire, tierra, agua suficiente para todos. Los recursos primarios se convierten así en territorio de caza y explotación por parte de las rapaces de las finanzas globales, de las oligarquías militares y de las elites productivas de un puñado de países.
Lo que durante milenios los seres humanos han considerado "excedente" por definición, el cielo sobre nuestra cabeza, el aire que respiramos, el agua de la que estamos compuestos y que no circunda por todas partes, la tierra que pisamos, se convierten hoy en terreno de contienda entre potentados agresivos y sin escrúpulos, en las que el destino de hordas de desesperados está de antemano trágicamente marcado.
¿Cómo se llega a todo esto? Más allá de la ferocidad necesaria para imponer tales políticas de devastación, también las palabras tienen un peso relevante y necesario.
Y detrás de aparentes sutilezas semánticas pueden esconderse estrategias asesinas.
Hace ya algunos años, por ejemplo, en los documentos tanto del Banco Mundial como de la ONU, el agua aparece descrita como una "necesidad" y no como un "derecho" humano. Diversos documentos de la OMC o del NAFTA empiezan a asociar al agua con términos como "mercancía", "inversión" y "servicio".
Como es sabido y evidente, mientras que los derechos son (o debieran ser) inalienables, las necesidades son negociables, y por lo tanto adquiribles.
Los organismos trans-nacionales prosiguen el trabajo abriendo la vía y financiando a los colosos de la industria global del agua: Vivendi, Suez, Nestlè, Coca-Cola, etc.
Hoy, mientras dos billones de personas están muriendo de sed, nos dicen: dadle un precio al agua, después el mercado hará el resto. Así hoy la industria global del agua factura ya más que la farmacéutica, otro coloso de las finanzas planetarias. Aquel "sutil" cambio léxico anunciaba la causa de muchas de las guerras por venir.
Pero volvamos a las historias, aunque ésta del agua es una de las que de hoy en adelante habrá que contar con todo detalle.
Como decíamos, también la excedencia que les es propia, es combatida, junto con la dimensión gratuita y horizontal dentro de la cual se desarrolla el conocimiento, y con ella la comunidad que lo produce, en una red de comunicación, narraciones, formación "desde abajo" de saberes y técnicas. El aljibe potencialmente inagotable de saberes y de la cooperación es desecado, convertido en escaso, y posteriormente colonizado, puesto a trabajar, sometido al beneficio.
"Si no hay rédito, no hay innovación", dice Schumpeter, el inventor de la "destrucción creativa" que regula el capitalismo y el mercado. El rédito, he aquí la obsesión paranoica y monopolista, el dogma que preside la inflexible dictadura del pensamiento único nacional-liberal. Y es gracias a este dogma como pueden existir los mismos conceptos de propiedad intelectual o de copyright.
Las leyes actuales, país tras país, que regulan la llamada propiedad intelectual, representan la camisa de fuerza, represiva y anacrónica, paradójica e ineficaz, para la producción de inteligencia, para la cooperación y el intercambio de recursos y saberes como "open source", fuente abierta y a disposición del desarrollo de la comunidad.
Ejemplar a este propósito, resulta la última aventura de Alicia en el país de las maravillas. Una historia a todos los efectos "de dominio público": los derechos de autor de Lewis Carroll caducaron hace tiempo.
El año pasado, la Adobe Systems, gran productora de programas para ordenador, trató de lanzarse al mercado de los e-books, los "libros electrónicos". Para publicitar el software Glassbook Reader, realizó una versión digital de la primera edición inglesa de Alicia, con los diseños del autor y los caracteres gráficos perfectamente reproducidos. Después la ha dejado disponible en su página web.
Una vez descargado el libro en el ordenador, el ciber-lector entra de verdad en el país de las maravillas. Basta que lea, en la página de presentación, la lista de "permissions":
Ninguna selección del libro puede ser copiada. No está permitida la impresión del libro. No se puede prestar o regalar el libro a nadie. El libro no puede ser leído en voz alta.
Un delirio. En particular la última afirmación, digna del Sombrerero Loco.
¿Qué ha pasado? La Adobe, en un intento de reproducir las características de un libro de papel y tinta en un soporte digital, ha ideado diversas funciones: el ordenador puede leer el texto, se puede prestar, en cuyo caso no se puede volver a utilizar hasta que no sea devuelto, o incluso se puede regalar, cediéndole al otro la clave de acceso. La copia y la impresión funcionan como para cualquier otro documento.
Desde este punto de vista, la Adobe ha emprendido un camino interesante: abrir, a través del software, una serie de posibilidades que en el mundo digital no se dan del todo por descontado y que viene a menudo prohibidas directamente por el hardware (CD-ROM con protección de copia y otras infamias). ¿Por qué entonces no ha habilitado estas funciones para Alicia? ¿Por qué no las ha convertido en una característica fija de sus e-books? Sencillo: las casas editoriales está preocupadas. Han elegido poder escoger en cada caso si un libro puede o no ser regalado, copiado, leído en voz alta por el ordenador (los derechos de audio podrían estar ya vendidos). El hecho de que en el mundo real los libros puedan prestarse no resulta del todo conveniente: mejor no imponer esta característica incómoda también en el "nuevo" mundo digital.
Sin embargo, gracias a las protestas de muchos, la versión más reciente de Alicia ha dado algún paso adelante. Esta vez, se puede leer e imprimir.
Con esta nota positiva, nos gustaría concluir nuestras tres breves citas. Hemos decidido ocuparnos de las historias, y tal vez a alguno le haya parecido un tema un poco fútil, al lado de declaraciones de guerra, conmemoraciones de matanzas, llamadas a la justicia. Esperamos haber mostrado que el Mundo Fantástico no es un refugio fácil, sino que comparte con todo el Planeta, y con el Espacio virtual, la necesidad de proteger bienes y recursos colectivos, de luchar porque los derechos "conquistados" no se conviertan en concesiones e impedir que, al mismo tiempo que las plantas y semillas, también las historias terminen bajo un patrón, modificadas genéticamente, incapaces de alimentar a las comunidades futuras.